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Ciudad desnuda, a la deriva, la creacion de situaciones en la vida cotidiana

La sociedad del espectaculo, libro de Guy Debord, uno de los libros claves para comprender el cambio de pensamiento en la sociedad contemporanea

Cuando las insurrecciones mueren - Gilles Dauve (1979)

[Introducción]

“Si la revolución rusa es la señal para la revolución obrera de Occidente y ambas se completan formando una unidad, podría ocurrir que ese régimen comunal ruso fuese el punto de partida para la implantación de una nueva forma comunista de la tierra.”
Marx y Engels, Prefacio a la edición rusa del manifiesto comunista, 1882

Esta perspectiva no fue realizada. El proletariado industrial europeo perdió su cita con una revitalizada comuna campesina rusa.

Brest-Litovsk, Polonia, diciembre de 1917: los bolcheviques proponen la paz sin anexaciones a una Alemania con la intención de tomar para sí una gran porción del viejo Imperio Zarista, desde Finlandia hasta el Cáucaso. Pero en febrero de 1918, los soldados alemanes, los “proletarios en uniforme”, obedecen a sus oficiales y reanudan la ofensiva contra una Rusia todavía gobernada por los soviets. Ninguna fraternización tiene lugar, y la guerra revolucionaria abogada por la izquierda bolchevique se demuestra imposible. En marzo, Trotsky tiene que firmar un tratado de paz dictado por los generales del Kaiser. "Intercambiamos espacio por tiempo", dijo Lenin, y de hecho, en noviembre, la derrota alemana transforma el tratado en un simple pedazo de papel. Sin embargo, la prueba práctica de la conexión internacional de los explotados no se materializó. Unos meses más tarde, volviendo a la vida civil con el final de la guerra, estos mismos proletarios enfrentan la alianza del movimiento obrero oficial y los Freikorps1. La derrota sigue a la derrota: en Berlín, Baviera y luego en Hungría en 1919; el Ejército Rojo del Ruhr en 1920; la Acción de Marzo en 1921...

Septiembre de 1939. Hitler y Stalin acaban de repartirse Polonia. En el puente fronterizo de Brest-Litovsk, varios cientos de miembros del KPD2, refugiados en la URSS son posteriormente arrestados como “contrarrevolucionarios” o “fascistas”, son sacados de las prisiones estalinistas y entregados a la Gestapo.

1917-1937, veinte años que sacudieron el mundo. La sucesión de horrores representados por el fascismo, luego por la Segunda Guerra Mundial y los subsecuentes levantamientos, son los efectos de una crisis social gigantesca abierta con los motines de 1917 y cerrada por la Guerra Civil Española3.

No es “fascismo o democracia”, sino fascismo y democracia

De acuerdo a la actual sabiduría izquierdista, el fascismo es el poder estatal y del capital en su crudeza y en su brutalidad, sin máscara alguna, de manera que la única manera de liquidar al fascismo es terminar con el capitalismo.

Hasta ahí, vamos bien. Desafortunadamente, tal análisis suele volverse contra sí mismo: como el fascismo es el capitalismo en su peor forma, debemos prevenir que éste llegue a esa forma luchando, por ejemplo, por un capitalismo “normal”, no fascista, e inclusive apoyar a capitalistas no fascistas.

Además, como el fascismo es el capitalismo en su forma más reaccionaria, tal visión significa intentar promover al capitalismo en su forma más moderna, no feudal, no militarista, no rascista, no represiva, no reaccionaria; un capitalismo más liberal, en otras palabras, un capitalismo más capitalista.

Si bien sería más que extenso detallar cómo el fascismo sirve a los intereses del gran capital4, el antifascismo mantiene que el fascismo podría haber sido evitado en 1922 o 1933, o sea sin destruir el gran capital, si tan solo el movimiento obrero y/o los demócratas hubieran puesto bastante presión para mantener a Mussolini y a Hitler lejos del poder. El antifascismo es una comedia de lamentos sin fin: si sólo, en 1921, el Partido Socialista Italiano y el recién fundado Partido Comunista Italiano se hubieran aliado con las fuerzas republicanas para detener a Mussolini… si sólo, a principios de los años treinta, el KPD no hubiera lanzado una lucha fratricida contra el SPD, Europa se habría salvado de una de las dictaduras más feroces en la historia, una segunda guerra mundial, un imperio nazi de dimensiones casi continentales, los campos de concentración, y la exterminación de los judíos. Por encima y más allá de sus observaciones muy certeras sobre las clases, el Estado, y los lazos entre el fascismo y la gran industria, esta visión no tiene en cuenta que el fascismo provino de un doble fracaso: el fracaso de los revolucionarios después de la Primera Guerra Mundial, aplastados por la socialdemocracia y la democracia parlamentaria, y luego, en el curso de los años 20, el fracaso de los demócratas y los socialdemócratas en gestionar el capital. Sin una comprensión efectiva del período precedente así como de la fase previa de la lucha de clases y sus límites, no puede entenderse ni la naturaleza del fascismo ni su ascenso al poder.

¿Cuál es el verdadero motor del fascismo, si no la unificación política y económica del capital, una tendencia que se ha vuelto general desde 1914? El fascismo fue un modo particular de llevar a cabo aquella unidad en países - Italia y Alemania - donde, aunque la revolución había sido derrotada, el Estado era incapaz de imponer orden, incluso en las filas de la burguesía. Mussolini no era ningún Thiers, con una sólida base de poder, ordenando a fuerzas armadas regulares masacrar a los comuneros. Un aspecto esencial del fascismo es su nacimiento en las calles, su uso del desorden para imponer orden, su movilización de las viejas clases medias semi-enloquecidas por su propia decadencia, y su regeneración, desde afuera, de un Estado incapaz de tratar con la crisis de capitalismo. El fascismo fue un esfuerzo de la burguesía para resolver por la fuerza sus propias contradicciones, para usar los métodos de la clase obrera de movilización de masas a su favor, y desplegar todos los recursos del Estado moderno, primero contra un enemigo interno, luego contra uno externo.

Esta fue en efecto una crisis del Estado durante la transición a la dominación total de la sociedad por el capital. Primero, las organizaciones obreras habían sido necesarias para enfrentar el levantamiento proletario; entonces se requirió que el fascismo acabara con el desorden consiguiente. Este desorden no era, por supuesto, revolucionario, pero era paralizante, y fue un obstáculo a las soluciones que, como resultado, sólo podrían ser violentas. La crisis sólo fue erráticamente vencida en aquel entonces; el Estado fascista era eficiente sólo en apariencia, porque integró a los golpes a la fuerza de trabajo asalariada, y sepultó conflictos de manera artificial proyectándolos en aventuras militaristas. Pero la crisis fue superada, relativamente, por el Estado democrático multitentacular establecido en 1945, que potencialmente se apropió de todos los métodos del fascismo, y añadió algunos propios, ya que neutralizó las organizaciones de obreros asalariados sin destruirlas. Los parlamentos han perdido el control sobre el ejecutivo. Mediante la asistencia social o políticas laborales, mediante técnicas modernas de vigilancia o mediante la ayuda estatal extendida a millones de individuos, en resumen por un sistema que hace a todos cada vez más dependientes, la unificación social va más allá de lo conseguido por el terror fascista, pero el fascismo como movimiento específico ha desaparecido. Correspondió a la disciplina forzada de la burguesía, bajo la presión del Estado, en el contexto particular de Estados recién creados apremiados para constituirse también como naciones.

La burguesía incluso tomó la palabra "fascismo" de las organizaciones obreras en Italia, que a menudo eran llamadas fasci. Es significativo que el fascismo se definió antes que nada como una forma de organización y no como un programa. La palabra se refería tanto a un símbolo de poder estatal (los fascios vieron la luz antes que los cónsules de la Antigua Roma), como a la voluntad de reunir al pueblo en grupos. El único programa del fascismo es organizar, hacer converger por la fuerza a los componentes que conforman la sociedad.

La dictadura no es un arma del capital (como si el capital pudiera sustituirla por otras armas menos brutales); la dictadura es una de sus tendencias, una tendencia efectivizaea siempre que se la juzgue necesaria. Un "regreso" a la democracia parlamentaria, como ocurrió (por ejemplo) en Alemania después de 1945, indica que la dictadura es inútil para integrar a las masas en el Estado (al menos hasta la próxima vez). El problema no es por lo tanto el hecho que la democracia asegura una dominación más flexible que la dictadura; cualquiera preferiría ser explotado al modo sueco a ser secuestrado por los ezbirros de Pinochet. ¿Pero acaso uno tiene opción? Incluso la suave democracia escandinava sería transformada en dictadura si las circunstancias lo exigieran. El Estado sólo puede tener una función, que puede ser llevada a cabo democráticamente o dictatorialmente. El hecho de que la primera es menos áspera no significa que es posible reorientar al Estado para prescindir de la última. Las formas del capitalismo no dependen de las preferencias de los obreros asalariados más que de las intenciones de la burguesía. Weimar capituló ante Hitler con los brazos abiertos. El Frente Popular de Leon Blum no “detuvo al fascismo”, porque en 1936 Francia no requirió ni una unificación autoritaria del capital ni un encogimiento de sus clases medias.

No hay ninguna "opción" política a la cual los proletarios podrían ser atraídos o que ellos podrían imponer por la fuerza. La democracia no es la dictadura, pero la democracia prepara el terreno para la dictadura, y se prepara a sí misma para la dictadura.

La esencia del antifascismo consiste en resistir al fascismo defendiendo a la democracia; ya no se trata de luchar contra el capitalismo, sino de presionar al capitalismo para que renuncie a la opción totalitaria. Ya que el socialismo es identificado con la democracia total, y el capitalismo con una tendencia acelerada al fascismo, los antagonismos entre proletariado y capital, comunismo y trabajo asalariado, proletariado y Estado, son rechazados por una contraposición entre democracia y fascismo presentada como la quintaesencia de la perspectiva revolucionaria. La izquierda y la extrema izquierda oficiales nos dicen que un verdadero cambio sería la realización, por fin, de los ideales de 1789, traicionados una y otra vez por la burguesía. ¿Un nuevo mundo? Para qué, ya está aquí, hasta cierto punto, en embriones que deben ser preservados, en pequeños brotes que deben ser sembrados: los derechos democráticos ya existentes deben ser impulsados una y otra vez dentro de una sociedad infinitamente perfectible, con dosis diarias cada vez mayores de democracia, hasta el logro de la democracia completa, o socialismo.

De esta manera, reducida a la resistencia antifascista, la crítica social es llevada al terreno de todo lo que una vez denunció, y renuncia a nada menos que a aquel artículo deteriorado, la revolución, y abraza el gradualismo, una variante de la “transición pacífica al socialismo” como fue alguna vez defendida por los Partidos Comunistas, y objeto de burla, antes de 1968, por cualquier persona seria que quisiera cambiar el mundo. El retroceso es palpable.

No vamos a caer en el ridículo de acusar a la izquierda y a la extrema izquierda de haber abandonado una perspectiva comunista que sólo conocían en la realidad desde la oposición. Es demasiado obvio que el antifascismo renuncia a la revolución. Pero el antifascismo falla exactamente donde su "realismo" afirma ser efectivo: en prevenir una posible mutación dictatorial de la sociedad.

La democracia burguesa es una fase de la toma del poder por el capital, y su extensión en el siglo veinte completa la dominación del capital mediante la intensificación del aislamiento de los individuos. Propuesta como solución a la separación entre los hombres y la comunidad, entre la actividad humana y la sociedad, y entre las clases, la democracia nunca será capaz de solucionar el problema de la sociedad más separada de la historia. Como forma eternamente incapaz de modificar su contenido, la democracia es sólo una parte del problema del cual afirma ser la solución. Cada vez que dice fortalecer el “vínculo social”, la democracia aporta a su disolución. Cada vez que trata sobre las contradicciones de la mercancía, lo hace fortaleciendo la red que el Estado ha tejido a través de las relaciones sociales.

Incluso en sus propios términos desesperadamente resignados, los antifascistas, para ser creíbles, tienen que explicarnos como la democracia local es compatible con la colonización de la mercancía que vacía de contenido el espacio público y llena los centros comerciales. Ellos tienen que explicar como un Estado omnipresente al cual la gente constantemente se vuelve para pedir protección y ayuda, esta verdadera máquina para producir lo socialmente "bueno", no se volverá hacia el "mal" cuando contradicciones extraordinarias lo requieran para restaurar el orden. El fascismo es la adulación del monstruo estatista, mientras que el antifascismo es su apología más sutil. La lucha por un Estado democrático es inevitablemente una lucha para consolidar el Estado, y lejos de herir al totalitarismo, tal lucha fortalece el estrangulamiento de la sociedad por el totalitarismo.

Roma, 1919-1922

Los países donde el fascismo triunfó son los mismos países en los cuales el asalto revolucionario posterior a la primera guerra mundial maduró en una serie de insurrecciones armadas. En Italia, una parte importante del proletariado, con sus propios métodos y objetivos, enfrentó directamente al fascismo. No había nada específicamente antifascista sobre su lucha: luchar contra el capital obligaba a los obreros a enfrentar tanto a los Camisas Negras como a los policías de la democracia parlamentaria5.

La originalidad del fascismo consiste en dar a la contrarrevolución una base de masas y e imitar a la revolución. El fascismo dirige el llamado a "transformar la guerra imperialista en guerra civil" contra el movimiento de los obreros, y aparece como una reacción de los veteranos desmovilizados que vuelven a la vida civil, donde no son nada, mantenidos juntos por nada más que la violencia colectiva, y dispuestos a destruir todo lo que ellos imaginan como la causa de su desposeimiento: alborotadores, subversivos, enemigos de la nación, etc. En Julio de 1918, el periódico de Mussolini, Il Popolo d’Italia, agregó a su título el slogan “Diario de los veteranos y los productores”.

Así, desde el comienzo, el fascismo se convirtió en una fuerza auxiliar de la policía en las áreas rurales, reprimiendo al proletariado agrícola con balas, pero al mismo tiempo llevando adelante una frenética demagogia anticapitalista. En 1919 no representaba nada: en Milán, en las elecciones generales de Noviembre, obtuvo menos de 5.000 votos, mientras que los socialistas obtuvieron 170.000. Aun así exigió la abolición de la monarquía, del Senado y de todos los títulos de la nobleza, el voto para las mujeres, la confiscación de la propiedad del clero, y la expropiación de los grandes industriales y terratenientes. Luchando contra el obrero en nombre del “productor”, Mussolini exaltó la memoria de la Semana Roja de 1914 (que había visto una ola de disturbios, en particular en Ancona y Nápoles), y aclamó el papel positivo de los sindicatos en vincular al obrero con la nación. El objetivo del fascismo era la restauración autoritaria del Estado, a fin de crear una nueva estructura estatal capaz (a diferencia de la democracia, decía Mussolini), de poner límites al gran capital y controlar la lógica mercantil que erosionaba los valores, los lazos sociales y el trabajo.

Por décadas, la burguesía había negado la realidad de las contradicciones sociales; el fascismo, por el contrario, las proclamó con violencia, negando su existencia entre las clases y transportándolas a la lucha entre naciones, denunciando el destino de Italia como una “nación proletaria”. Mussolini era arcaico en la medida en que ensalzaba valores tradicionales arruinados por el capital, y era moderno en la medida en que afirmaba defender los derechos sociales del pueblo.

La represión fascista fue desencadenada luego de una intentona proletario fallida tramada principalmente por la democracia y sus principales alternativas de retaguardia: los partidos y los sindicatos, que por sí mismos pueden derrotar a los obreros empleando sucesivamente métodos directos e indirectos. La llegada al poder del fascismo no fue la culminación de batallas callejeras. Los proletarios alemanes e italianos habían sido aplastados antes, tanto por las urnas como por las balas.

En 1919, confederando elementos preexistentes con otros elementos cercanos políticamente, Mussolini fundó su fasci. Para contrarrestar a los bastones y los revólveres, mientras Italia explotaba junto con el resto de Europa, la democracia… llamó a elecciones, de las cuales emergió una mayoría socialista y moderada.

"La victoria, la elección de 150 diputados socialistas, fue ganada a costa del reflujo del movimiento insurreccional y la huelga general política, y la pérdida de las conquistas que habían sido logradas anteriormente", comentó Bordiga 40 años más tarde.

En el momento de las ocupaciones de fábrica de 1920, el Estado, conteniéndose de realizar un asalto frontal, dejó que el proletariado se agotara, con el apoyo del C.G.L. (un sindicato de mayoría socialista), que empleó una política de desgaste hacia las huelgas, cuando no las rompió abiertamente.

Tan pronto como el fasci apareció, saqueando el Case di Popolo, la policía hizo la vista gorda o confiscó los armas de los obreros. Los tribunales mostraron al fasci la mayor indulgencia, y el ejército toleró sus exacciones, cuando no las asistió. Este apoyo abierto pero no oficial se hizo cuasi oficial con la circular Bonomi del 20 de octubre de 1921, proporcionando a 60.000 oficiales desmovilizados para asumir el comando de los grupos de asalto de Mussolini. ¿Qué hicieron los partidos? Aquellos liberales aliados con la derecha no vacilaron en formar un “bloque nacional”, incluyendo a los fascistas, para las elecciones de mayo de 1921. En junio-julio del mismo año, enfrentando a un adversario sin el escrúpulo más leve, el PSI concluyó un insignificante "pacto de pacificación " cuyo único efecto concreto fue desorientar a los obreros.

Enfrentado a una reacción obviamente política, el C.G.L. se declaró apolítico. Sintiendo que Mussolini tenía el poder en la palma de su mano, los líderes sindicales soñaron con un acuerdo tácito de tolerancia mutua con los fascistas, y llamaron al proletariado a abstenerse de la confrontación entre el PC y el Partido Fascista Nacional.

Hasta agosto de 1922, el fascismo apenas existió fuera de los regímenes agrarios, principalmente en el norte, donde erradicó cualquier rastro de sindicalismo autónomo de los obreros agrícolas. En 1919, los fascistas incendiaron la oficina central del diario socialista, pero se contuvieron de jugar el papel de esquiroles en 1920, y hasta dieron apoyo verbal a las demandas de los obreros. En las áreas urbanas, los fasci raramente eran dominantes. Su "Marcha en Ravenna" (septiembre de 1921) fue fácilmente derrotada. En noviembre de 1921, en Roma, una huelga general impidió la celebración de un congreso fascista. En mayo de 1922, los fascistas intentaron otra vez, y otra vez fueron detenidos.

El escenario varió poco. Un ataque fascista localizado sería respondido por un contraataque de la clase obrera, que se ablandaría (después de los llamados a la moderación del movimiento obrero reformista) tan pronto como la presión reaccionaria rescindiera; los proletarios confiaron en los demócratas para desmontar a las bandas armadas. La amenaza fascista se retiraría, se reagruparía y se iría a otra parte, con el tiempo haciéndose creíble ante el mismo Estado del cual las masas esperaban una solución. Los proletarios fueron más rápidos para reconocer al enemigo en la camisa negra del matón de la calle que en la forma "normal" del policía o el soldado, cubierto por una legalidad sancionada por el hábito, la ley y el sufragio universal.

A principios de julio de 1922, el C.G.L., por una mayoría de dos terceras partes (contra el tercio minoritario comunista), declaró su apoyo a “cualquier gobierno que garantiza la restauración de las libertades básicas". En el mismo mes, los fascistas aumentaron seriamente sus tentativas de penetrar en las ciudades del norte...

El 1 de agosto, la Alianza del Trabajo, que incluyó el sindicato de obreros del ferrocarril, el C.G.L. y el anarquista U.S.I., llamaron a una huelga general. A pesar de la amplia respuesta, la Alianza suspendió la huelga oficialmente el día tercero. En numerosas ciudades, sin embargo, continuó en forma insurreccional, la cual fue finalmente contenida sólo por un esfuerzo combinado de la policía y los militares, apoyados por el cañón naval, y, por supuesto, reforzado por los fascistas.

¿Quién derrotó esta energía proletaria? La huelga general fue rota por el Estado y el fasci pero también fue sofocada por la democracia, y su fracaso abrió el camino a una solución fascista para la crisis.

Lo que siguió no fue un golpe de Estado sino una transferencia de poder con el apoyo de un amplio abanico de fuerzas. La "Marcha sobre Roma" del Duce (quién en realidad tomó el tren) fue menos un enfrentamiento que un gesto teatral: los fascistas ejecutaron los movimientos de asaltar el Estado, el Estado ejecutó los movimientos de defensa sí mismo, y Mussolini asumió el poder. Su ultimátum de octubre del 24 ("¡Queremos Convertirnos en el Estado!") no era una amenaza de guerra civil, sino una señal a la clase dirigente que el Partido Fascista Nacional representaba la única fuerza capaz de restaurar la autoridad estatal y de asegurar la unidad política del país. El ejército todavía podría haber contenido a los grupos fascistas reunidos en Roma, que estaban mal equipados y eran notoriamente inferiores a nivel militar, y el Estado podría haber resistido la presión sediciosa. Pero el juego no estaba siendo jugado en el nivel militar. Bajo la influencia de Badoglio (el comandante en jefe en 1919-1921) las autoridades legítimas se replegaron. El rey rechazó proclamar un estado de emergencia, y en el día 30 pidió al Duce formar un nuevo gobierno. Los liberales - la misma gente con la que el antifascismo cuenta para detener al fascismo - se unieron al gobierno. A excepción de los socialistas y los comunistas, todos los partidos buscaron un acercamiento con el PNF y votaron a favor de Mussolini: el parlamento, con sólo 35 diputados fascistas, apoyó la investidura 306-116 de Mussolini. El mismo Giolitti, el gran icono liberal de aquellos tiempos, un reformador autoritario que varias veces presidio el consejo estatal antes de la guerra y quién había sido otra vez jefe de Estado en 1920-1921, con quien el pensamiento de moda todavía fantasea retrospectivamente como el único político capaz de oponerse a Mussolini, le apoyó hasta 1924. El dictador no sólo recibió el poder de la democracia; sino que la democracia se lo ratificó.

Podríamos añadir que en los meses siguientes, varios sindicatos, incluso (entre otros) los de los obreros de ferrocarril y los marineros, se declararon "nacionales", pro-patrióticos y por lo tanto no hostiles al régimen; la represión no los perdonó.

Turín, 1943

Si la democracia italiana prácticamente se entregó al fascismo sin lucha, este último engendró nuevamente a la democracia cuando dejó de corresponder al equilibrio de fuerzas sociales y políticas.

La cuestión central después de 1943, como en 1919, era cómo controlar a la clase obrera. En Italia más que en otros países, el final de Segunda Guerra Mundial muestra la dimensión de clase del conflicto internacional, que nunca puede ser explicada solamente por la lógica militar. Una huelga general hizo erupción en FÍAT en octubre de 1942. En marzo de 1943, una ola de huelgas estremeció a Turín y a Milán, incluyendo tentativas de formar consejos obreros. En 1943-1945, surgieron grupos obreros, a veces independientes del PC, a veces llamándose "bordiguistas", a menudo simultáneamente antifascistas, rojos, y armados. El régimen ya no pudo mantener el equilibrio social, así como la alianza con Alemania se hacía insostenible con el ascenso de los anglo americanos, que fueron vistos en todos los cuadrantes como los futuros amos de Europa occidental. Cambiar de bandos significaba aliarse a los futuros ganadores, pero también significaba reconducir a las revueltas obreras y a los grupos partisanos hacia un objetivo patriótico con un contenido social. El 10 de julio de 1943, los Aliados aterrizaron en Sicilia. En el día 24, encontrándose en una minoría de 19-17 en el Gran Consejo Fascista, Mussolini dimitió. Raramente un dictador se ha apartado del poder por una mayoría de voto.

El Mariscal Badaglio, que había sido un dignatario del régimen desde su apoyo a la Marcha sobre Roma, y que quería prevenir, en sus propias palabras, "el colapso del régimen por desviarse demasiado a la izquierda", formó un gobierno que todavía era fascista, pero que ya no incluyó al Duce, y se volvió hacia la oposición democrática. Los demócratas rechazaron participar, poniendo como condición la salida del rey. Luego de un segundo gobierno de transición, Badoglio formó un tercero en abril de 1944, que incluyó al líder del Partido Comunista, Togliatti. Bajo la presión de los Aliados y del PC, los demócratas consintieron en aceptar al rey (la República sería proclamada por referéndum en 1946). Pero Badaglio despertó demasiados malos recuerdos. En junio, Bonomi, quién 23 años antes había ordenado que los oficiales se apoderaran del fasci, formó el primer ministerio que excluyó a los fascistas, y la situación fue reorientada alrededor de la fórmula tripartita (PC+PS+Democracia Cristiana) que asumiría un rol dominante tanto en Italia como en Francia en los primeros años después de la guerra.

Este juego, a menudo jugado por la mismísima clase política, era el puntal del teatro detrás del cual la democracia se metamorfoseó dentro de la dictadura, y viceversa, mientras las fases de equilibrio y desequilibrio en los conflictos de clases y naciones desencadenaron una sucesión y recombinación de formas políticas destinadas al mantenimiento del mismo Estado, asegurando el mismo contenido. Nadie estuvo más calificado para decirlo que el PC español, cuando éste declaró, ya sea por cinismo o por ingenuidad, durante la transición del franquismo a la monarquía democrática a mediados de los años 70:

"La sociedad española quiere que todo sea transformado de modo que el funcionamiento normal del Estado pueda ser asegurado, sin desvíos o convulsiones sociales. La continuidad del Estado requiere la no continuidad del régimen."

VOLKSGEMEINSCHAFT versus GEMEINWESEN

La contrarrevolución inevitablemente triunfa en el terreno de la revolución. A través de su “comunidad del pueblo”, el Nacionalsocialismo afirmaría haber eliminado el parlamentarismo y la democracia burguesa contra los cuales el proletariado se había rebelado después de 1917. Pero la revolución conservadora también se apoderó de viejas tendencias anticapitalistas (la vuelta a la naturaleza, la huida de las ciudades...) que los partidos obreros, aun los extremistas, habían negado o desestimado por su incapacidad de integrar la dimensión aclasista y comunitaria del proletariado, por su incapacidad para criticar la economía, y por su incapacidad para pensar en el mundo del futuro como algo más que una mera extensión de la industria pesada. En la primera mitad del siglo diecinueve, estos temas estaban en el centro de las preocupaciones del movimiento socialista, antes de ser abandonados por el "marxismo" en nombre del progreso y la Ciencia, y sobrevivieran sólo en el anarquismo y en sectas.

Volksgemeinschaft versus Gemeinwesen, la comunidad del pueblo o la comunidad humana... 1933 no fue la derrota, sino la consumación de la derrota. El nazismo surgió y triunfó para desactivar, resolver y cerrar una crisis social tan profunda que todavía no apreciamos totalmente su magnitud. Alemania, la cuna de la socialdemocracia más grande del mundo, también dio lugar al movimiento más fuertemente radical, antiparlamentario, y antisindicalista, que aspiraba a un “mundo obrero” pero que también era capaz de atraer a muchas otras individualidades y corrientes que se rebelaban contra la burguesía y el capitalismo. La presencia de artistas de vanguardia en las filas de la “izquierda radical alemana" no es ningún accidente. Era un síntoma del ataque contra el capital como "civilización" en la manera en que Fourier lo criticó. La pérdida de la comunidad, el individualismo y la falta de gregarismo, la miseria sexual, la familia desarticulada y al mismo tiempo convertida en refugio, el alejamiento de la naturaleza, la comida industrializada, la artificialidad incrementada, la “protesitización” del hombre, la regimentación mediante el tiempo, las relaciones sociales cada vez más mediadas por el dinero y la técnica: todas estas alienaciones pasaron por el fuego de una crítica difusa y pluriforme. Sólo una superficial mirada hacia atrás ve este fermento solamente por el prisma de su recuperación inevitable.

La contrarrevolución triunfó en los años 20 sólo mediante la puesta de los cimientos, en Alemania y en los Estados Unidos, de una sociedad de consumo y de fordismo, y atrayendo a millones de alemanes, incluso obreros, hacia una modernidad industrial y mercantilizado. Diez años de gobierno frágil, como demuestra la alocada hiperinflación de 1923. A esto le siguio un enorme terremoto en 1929, en el cual no fue la práctica proletaria sino la misma práctica capitalista la que rechazó la ideología del progreso y del consumo creciente de objetos y signos.

El extremismo nazi, y la violencia que desencadenó, fueron adecuados a la profundidad del movimiento revolucionario del cual se apoderó y negó, y a estas dos rebeliones, separadas por 10 años, contra la modernidad capitalista, primero por los proletarios, luego por el capital. Como los radicales de 1919-1921, el Nazismo propuso una comunidad de obreros asalariados, pero una que era autoritaria, cerrada, nacional, y racial, y por 12 años tuvo éxito en transformar a los proletarios en obreros asalariados y soldados.

Berlín, 1919-1933

La dictadura siempre llega después del fracaso de los movimientos sociales, una vez que han sido anestesiados y masacrados por la democracia, los partidos izquierdistas y los sindicatos. En Italia, hubo varios meses de distancia entre los últimos fracasos del proletariado y el nombramiento del líder fascista como jefe de Estado. En Alemania, un hueco de una docena de años rompió la continuidad e hizo que el 30 de enero de 1933 apareciera como un fenómeno esencialmente político o ideológico, no como el efecto de un previo terremoto social. La base popular del Nacionalsocialismo y la energía asesina que desencadenó resulta un misterio si uno ignora la cuestión de la sumisión, la rebelión, y el control del trabajo, y de su posición en la sociedad.

La derrota alemana de 1918 y la caída del Imperio puso en movimiento un asalto proletario lo bastante fuerte para sacudir los cimientos de la sociedad, pero impotente para revolucionarla, de esta manera poniendo en la escena central a la socialdemocracia y a los sindicatos como la clave para el equilibrio político. Los líderes socialdemócratas y sindicales surgieron como hombres de orden, y no tuvieron ningunos escrúpulos en llamar a los Freikorps, agrupaciones totalmente fascistas que contaron con muchos futuros nazis en sus filas, a reprimir a una minoría obrera radical en nombre de los intereses de la mayoría reformista. Primero derrotados por las reglas de la democracia burguesa, los comunistas también fueron derrotados por la democracia de la clase obrera: los “consejos obreros” pusieron su confianza en las organizaciones tradicionales, no en los revolucionarios fácilmente denunciados como anti-democráticos.

En esta coyuntura, la democracia y la socialdemocracia eran indispensables para el capitalismo alemán para regimentar a los obreros, liquidando al espíritu de rebelión en las urnas, para ganar una serie de reformas por parte de los jefes, y dispersar a los revolucionarios6.

Después de 1929, por otra parte, el capitalismo necesitaba eliminar a parte de las clases medias, y disciplinar a los proletarios, incluso a la burguesía. El movimiento obrero, con su defensa del pluralismo político y los intereses obreros inmediatos, se había vuelto un obstáculo. Como mediadores entre el capital y el trabajo, las organizaciones obreras derivan su función de los dos, pero también tratan de permanecer autónomas de ambos, y del Estado. La socialdemocracia sólo tiene sentido como una fuerza que enfrenta a los patrones y al Estado, no como una fuerza absorbida en ellos. Su vocación es la dirección de una enorme red política, municipal, social, mutualista y cultural, junto con todo lo que hoy sería llamado "asociativo". El KPD había constituido rápidamente su propia red, más pequeña pero sin embargo enorme. Pero a medida que el capital se vuelve más y más organizado, tiende a asir todos sus diferentes tejidos, llevando un elemento estatista a la empresa, un elemento burgués a la burocracia sindical, y un elemento social a la administración. El peso del reformismo obrero, que termina por penetrar el Estado, y su existencia como una “contra-sociedad” lo hace un factor de conservación social y malthusianismo que el capital en crisis tiene que eliminar. Mediante su defensa del trabajo asalariado como componente del capital, el SPD y los sindicatos realizaron una indispensable función anticomunista en 1918-1921, pero esta misma función más tarde los condujo a poner el interés de la fuerza de trabajo asalariada delante de todo lo demás, en perjuicio de la reorganización del capital en su conjunto.

Un Estado burgués estable habría tratado de solucionar este problema mediante una legislación antisindical, recapturando las “fortalezas obreras", y picando las clases medias, en nombre de la modernidad, contra el arcaísmo de los proles, como la Inglaterra de Thatcher hizo mucho más tarde. Pero tal ofensiva asume que el capital se encuentra relativamente unido bajo el control de unas pocas facciones dominantes. La burguesía alemana de 1930 estaba profundamente dividida, las clases medias habían colapsado, y el Estado-nación estaba sumido en el caos.

Ya sea mediante la negociación o la fuerza, la democracia moderna representa y reconcilia – hasta el grado en que le resulta posible - los intereses antagónicos. Las interminables crisis parlamentarias y los complots verdaderos o imaginados (para los cuales Alemania era el escenario luego de la caída del último canciller socialista en 1930) en una democracia son el signo invariable de la desorganización a largo plazo en círculos dirigentes. A principios de los años 30, la crisis vapuleó a la burguesía entre estrategias sociales y geopolíticas irreconciliables: o la integración aumentada o la eliminación del movimiento obrero; o una política pacifista y de comercio internacional, o una autarquía que pondría los cimientos para una expansión militar. La solución no necesariamente implicaba un Hitler, pero sí presupuso una concentración de fuerza y violencia en las manos del gobierno central. Una vez que el compromiso centrista-reformista se había agotado, la única opción que quedaba era estatista, proteccionista y represiva.

Un programa de este tipo requirió el violento desmantelamiento de la socialdemocracia, que en su domesticación de los obreros había llegado a ejercer una influencia excesiva, mientras todavía era incapaz de unificar a toda Alemania detrás de sí. Esta unificación fue la tarea de Nazismo, que era capaz de apelar a todas las clases, de los desempleados a los capitanes de industria, con una demagogia que superaba incluso a la de los políticos burgueses, y un antisemitismo cuya intención era construir cohesión mediante exclusión.

¿Cómo podrían los partidos de la clase obrera haberse convertido en un obstáculo a tal locura xenofóbica y racista, después de haber jugado tan a menudo el papel de compañeros de viaje del nacionalismo? Para el SPD, este papel había sido claro desde principios de siglo, obvio en 1914, y firmado con sangre en el pacto de 1919 con los Freikorps, quiénes fueron construidos con el mismo material bélico que sus contemporáneos, el fasci. El KPD, por su parte, no había vacilado en aliarse con los nacionalistas en contra de la ocupación francesa del Ruhr en 1923, y había hablado abiertamente de una “revolución nacional” al punto de servir de inspiración al folleto de Trotsky Contra el Comunismo nacional de 1931.

En enero de 1933, la suerte fue echada. Nadie puede negar que la República de Weimar se entregó voluntariamente a Hitler. Tanto la derecha como el centro habían coincidido en verlo como una solución viable para sacar al país de su impasse, o como un mal menor temporal. El “gran capital”, reticente ante cualquier agitación incontrolable, no había sido, hasta el momento, más generoso con el NSDAP que con las otras formaciones derechistas y nacionalistas. Sólo en 1932 Schacht, un consejero íntimo de la burguesía, convenció a los círculos empresariales de apoyar a Hitler (quién acababa de ver, además, una ligera disminución de su apoyo electoral) porque él vio en Hitler una fuerza capaz de unificar el Estado y la sociedad. El hecho de que la gran burguesía ni previó, ni menos aun apreció lo que apoyó entonces, lo que condujo a la guerra y luego a la derrota, es otra cuestión, y de cualquier modo su presencia no se notó en la resistencia clandestina al régimen.

El 30 de enero de 1933, Hitler fue designado canciller, con total legalidad, por Hindenberg, quién había sido elegido constitucionalmente como presidente un año antes, con el apoyo de los socialistas, que vieron en él un muro contra ... Hitler. Los Nazis eran una minoría en el primer gobierno formado por el líder del NSDAP.

En las semanas siguientes, las máscaras se cayeron: los militantes obreros fueron perseguidos, sus oficinas fueron saqueadas, y se impuso un régimen de terror. En las elecciones de marzo de 1933, que tuvieron lugar en un telón de fondo de violencia tanto por los tropas de asalto7 como por la policía, 288 diputados del NSDAP fueron enviados al Reichstag (mientras el KPD todavía retenía 80 y el SPD 120). Los ingenuos expresan sorpresa por la docilidad con la cual el aparato represivo se acerca a los dictadores, pero la máquina estatal no hace otra cosa que obedecer a las autoridades que la dirigen. ¿Acaso los nuevos líderes no gozaron de plena legitimidad? ¿Acaso eminentes juristas no escribieron sus decretos en conformidad con las leyes más altas del país? En un “Estado democrático” - y Weimar era uno - si hay conflicto entre los dos componentes del binomio, no es la democracia la que ganará. En un “Estado cimentado en leyes” - y Weimar también era uno - si hay una contradicción, es la ley la que debe ser doblada para servir al Estado, y nunca al revés.

¿Durante estos pocos meses, qué hicieron los demócratas? Aquellos a la derecha aceptaron la nueva administración. El Zentrum, el partido católico del centro, que incluso había visto su apoyo incrementado en las elecciones de marzo de 1933, votó para darle cuatro años de plenos poderes extraordinarios a Hitler, poderes que se convirtieron en la base legal de la dictadura nazi.

Los socialistas, por su parte, intentaron escapar del destino del KPD, que había sido proscrito el 28 de febrero como consecuencia del incendio del Reichstag. El 30 de marzo de 1933, abandonaron la Segunda Internacional para demostrar su carácter nacional alemán. El 17 de mayo, su grupo parlamentario votó a favor de la política exterior de Hitler.

Aun así, el 22 de junio, el SPD fue disuelto como "enemigo del pueblo y el Estado". El Zentrum fue obligado a disolverse en julio.

Los sindicatos siguieron los pasos del CGL italiano, y depositaron sus esperanzas en salvar lo que pudieran insistiendo en su apoliticismo. En 1932, los líderes sindicales habían proclamado su independencia de todos los partidos y su indiferencia a la forma del Estado. Esto no los detuvo de buscar un acuerdo con Schleicher, quien había sido el canciller desde noviembre de 1932 a enero de 1933, y quién por lo tanto buscaba una base de poder y una demagogia pro-obrera con cierta credibilidad. Una vez que los Nazis habían formado un gobierno, los líderes sindicales se convencieron de que si reconocían el Nacionalsocialismo, el régimen les dejaría algún pequeño espacio. Esta estrategia culminó en la farsa de miembros de los sindicatos marchando bajo la esvástica el 1 de mayo de 1933, que había sido renombrado como "Festival del Trabajo Alemán". Fue un esfuerzo tirado a la basura. En los días siguientes, los Nazis liquidaron el sindicato y detuvieron a los militantes.

Habiendo sido entrenada en contener a las masas y negociar en su nombre, o, si esto fallaba, para reprimirlas, la burocracia obrera todavía luchaba su última batalla. Los burócratas del trabajo no estaban siendo atacados por su falta de patriotismo. Lo que molestaba a la burguesía no era el moribunda saludo a la bandera de los burócratas al internacionalismo anterior a 1914, sino la existencia de los sindicatos que, aunque serviles, retenían una cierta independencia en una era en la cual el capital ya no toleraba cualquier otra comunidad que no fuera la suya, y en la que incluso una institución de colaboración de clases era superflua si el Estado no lo controlaba completamente.

Barcelona, 1936

En Italia y en Alemania, el fascismo asumió el poder del Estado por medios legales. La democracia capituló ante la dictadura, o peor aun, le dio la bienvenida con los brazos abiertos. ¿Pero y España? Lejos de ser el caso excepcional de una acción resuelta que fue sin embargo, y lamentablemente, derrotada, España fue el caso extremo de la confrontación armada entre la democracia y el fascismo en el cual la naturaleza de la lucha todavía permanecía siendo la misma, el choque de dos formas del desarrollo capitalista, dos formas políticas del Estado capitalista, dos estructuras estatales que luchaban por la legitimidad en el mismo país.

¡Objeción!

¿"Asi que, en tu opinión, Franco y una milicia obrera son la misma cosa? ¿Los grandes terratenientes y los campesinos empobrecidos colectivizando la tierra están del mismo lado?"

En primer lugar, la confrontación sólo tuvo lugar porque los obreros se levantaron contra el fascismo. Todo el poder y todas las contradicciones del movimiento se manifestaron en sus primeras semanas de vida: una indiscutible guerra de clase fue transformada en una guerra civil capitalista (aunque no hubiera, por supuesto, ningún acuerdo explícito y ninguna asignación de papeles en la cual las dos facciones burguesas orquestaron cada acción de las masas: la historia no es una obra de teatro)8.

La historia de una sociedad dividida en clases se constituye en última instancia por la necesidad de unificar esas clases. Cuando, como pasó en España, una explosión popular se combina con la desorganización de los grupos dirigentes, una crisis social se convierte en una crisis del Estado. Mussolini y Hitler triunfaron en países con débiles y recientemente unificados Estados-naciones y poderosas corrientes regionalistas. En España, desde el Renacimiento hasta los tiempos modernos, el Estado era la fuerza armada colonial de una sociedad comercial que terminó en la ruina, ahogando a una de las condiciones previas de la expansion industrial, la reforma agraria. De hecho, la industrialización tuvo que hacer su camino entre los monopolios, la malversación de fondos públicos, y el parasitismo.

Carecemos de espacio aquí para hacer un resumen del siglo XIX y su alocada sucesión de innumerables reformas y callejones sin salida liberales, facciones dinásticas, las guerras Carlistas, la sucesión tragicómica de regímenes y partidos después de la primera guerra mundial, y el ciclo de insurrecciones y represión que siguió al establecimiento de la República en 1931. Bajo todos estos sacudimientos estaba la debilidad de la burguesía ascendente, atrapada entre su rivalidad con la oligarquía hacendada y la necesidad absoluta de contener las rebeliones obreras y campesinas. En 1936, la cuestión de la tierra no había sido resuelta; a diferencia de Francia después de 1789, la liquidación de las tierras del clero español de mediados del siglo 19 terminó reforzando a una burguesía latifundista. Incluso en los años posteriores a 1931, el Instituto para la Reforma Agraria sólo utilizó un tercio de los fondos a su disposición para comprar grandes extensiones de tierra. La conflagración de 1936-1939 nunca habría alcanzado tales extremos políticos, incluyendo la explosión del Estado en dos facciones que pelearon una guerra civil de tres años, sin los temblores que habían estado acumulándose en las profundidades sociales durante un siglo.

En el verano de 1936, después de dar a los militares rebeldes todas las posibilidades de prepararse, el Frente Popular elegido en febrero estaba listo para negociar y quizás hasta para rendirse. Los políticos habrían hecho su paz con los rebeldes, como habían hecho durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1931), la cual fue apoyada por eminentes socialistas (Caballero lo había servido como un consejero técnico, antes de convertirse en Ministro de trabajo en 1931, y luego la cabeza del gobierno Republicano desde septiembre de 1936 a mayo de 1937). Además, el general que había obedecido órdenes republicanas dos años antes y aplastado la insurrección de Asturias - Franco - no podía ser tan malo.

Pero el proletariado se levantó, bloqueó el golpe de estado en la mitad del país, y se aferró a sus armas. Actuando de esta manera, los obreros obviamente luchaban contra el fascismo, pero no actuaban como antifascistas porque sus acciones fueron dirigidas tanto contra Franco como contra un Estado democrático más preocupado por la iniciativa de los obreros que por la rebelión militar. Tres primeros ministros entraron y salieron en 24 horas antes de que el hecho consumado del armamento popular fuera aceptado.

Una vez más, el desenvolvimiento de la insurrección demostró que el problema de la violencia no es principalmente técnico. La victoria no pertenece al lado con la ventaja en armamento (los militares) o en números (el pueblo), sino al que se atreve a tomar la iniciativa. Donde los obreros confían en el Estado, éste permanece pasivo o promete la luna, como pasó en Zaragoza. Cuando su lucha es enfocada y aguda (como en Málaga), los obreros triunfan; si esta carece de vigor, es ahogada en sangre (20.000 asesinados en Sevilla).

La Guerra Civil Española comenzó como una auténtica insurrección, pero tal caracterización es incompleta. Sólo es verdadera para el momento inicial de la lucha: un levantamiento proletario efectivo. Luego de derrotar a las fuerzas de la reacción en un gran número de ciudades, los obreros tenían el poder. ¿Pero qué iban a hacer con él? ¿Debían devolverlo al Estado republicano, o debían usarlo para avanzar en una dirección comunista?

El Comité Central de Milicias Antifascistas, creado inmediatamente después de la insurrección, incluyó a delegados de la CNT, la FAI, la UGT, el POUM, el PSUC (producto de la fusión reciente del PC y el PS en Cataluña9), y cuatro representantes de la Generalitat, el gobierno regional catalán. Como un verdadero puente entre el movimiento obrero y el Estado, y, además, vinculado si no integrado al Ministerio de Defensa de la Generalitat por la presencia en su seno del consejero de defensa de este último, el comisario del orden público, etc. el Comité Central de las Milicias rápidamente comenzó a desenvolverse.

Por supuesto, al renunciar a su autonomía, la mayoría de los proletarios creyeron que estaban, a pesar de todo, aferrándose al verdadero poder, y dándole a los políticos sólo una fachada de autoridad, de la que desconfiaban, y la cual podrían controlar y orientar en una dirección favorable. ¿Acaso no estaban armados?

Este fue un error fatal. La cuestión no es quién tiene las armas, sino qué es lo que hace la gente con las armas. 10.000 o 100.000 proletarios armados hasta los dientes no son nada si colocan su confianza en cualquier cosa que no sea su propio poder para cambiar el mundo. De otra manera, el día siguiente, el próximo mes o el próximo año, el poder cuya autoridad reconocen les quitará las armas que no fueron usadas en su contra.

Los insurrectos no se enfrentaron al gobierno legal, es decir al Estado existente, y todas sus acciones subsecuentes ocurrieron bajo sus auspicios. Se trataba de "una revolución que había comenzado, pero que nunca se había consolidado", como escribió Orwell. Este es el quid de la cuestión que determinó el curso tanto de la derrota militar contra Franco como el agotamiento y la destrucción violenta en los dos campos de las colectivizaciones y las socializaciones. Después del verano de 1936, el verdadero poder en España fue ejercido por el Estado y no por las organizaciones, los sindicatos, las colectividades, los comités, etc. Incluso aunque Nin, la cabeza del POUM, fuera consejero del Ministerio de Justicia, "el POUM no pudo en ninguna parte tener influencia sobre la policía", como admitió un defensor de aquel partido10. Mientras las milicias obreras eran en efecto el grueso del ejército republicano, y pagaron un alto precio en combate, no tuvieron ningún peso en las decisiones del alto mando militar, que paulatinamente las integró en unidades regulares (un proceso completado hacia el principio de 1937), prefiriendo desgastarlas antes que tolerar su autonomía. En cuanto a la poderosa CNT, cedio terreno a un PC que había sido muy débil antes de julio de 1936 (habiendo logrado enviar 14 diputados al Frente Popular en febrero de 1936, a diferencia de 85 socialistas), pero que era capaz de infiltrarse como parte del aparato estatal y volver el Estado a su propia conveniencia contra los radicales, y en particular contra los militantes de la CNT. La pregunta era: ¿quién era el amo de la situación? Y la respuesta fue: el Estado puede ejercer un uso brutal de su fuerza cuando es necesario.

Si la burguesía republicana y los estalinistas perdieron un tiempo precioso en desmantelar las comunas campesinas, desarmar a las milicias del POUM, y perseguir a troskistas "saboteadores" y otros "agentes de Hitler" en el mismo momento en que se suponía que el antifascismo debía poner todo lo que tenía en la lucha contra Franco, no lo hicieron por algún impulso suicida. Para el Estado y para el PC, (que se iba convirtiendo en la columna vertebral del Estado a través de los militares y la policía) estas operaciones no eran una pérdida de tiempo. La dirigencia del PSUC decía: "Antes de tomar Zaragoza, tenemos que tomar Barcelona". Su objetivo principal nunca fue aplastar a Franco, sino retener el control de las masas, porque para esto es que sirven los Estados. Barcelona fue arrebatada a los proletarios. Zaragoza permaneció en las manos de los fascistas.

Barcelona, mayo de 1937

La policía intentó ocupar la Central Telefónica, que estaba bajo el control de obreros anarquistas (y socialistas). En la metrópolis catalana, corazón y símbolo de la revolución, las autoridades legales no se detuvieron ante nada a la hora de desarmar todo lo que permaneciera vivo, espontáneo y antiburgués. La policía local, además, estaba en las manos del PSUC. Confrontados por un poder abiertamente hostil, los proletarios finalmente entendieron que este poder no era el suyo, que le habían regalado su insurrección diez meses antes, y que ahora su insurrección había sido vuelta contra ellos. En reacción a la intentona del Estado, una huelga general paralizó Barcelona. Era demasiado tarde. Los obreros todavía tenían la capacidad de levantarse contra el Estado (esta vez en su forma democrática) pero ya no podían llevar su lucha hasta el punto de una ruptura abierta.

Como siempre, la cuestión "social" predominó sobre la militar. Las autoridades legales no pueden imponerse mediante batallas callejeras. Luego de unas pocas horas, en vez de una guerra de guerrillas urbana, se estableció una guerra de posición, una confrontación de edificios contra edificios. Se trataba de una tregua defensiva en la cual nadie podía ganar porque nadie atacaba. Con su ofensiva atascada, la policía no arriesgaría sus fuerzas en ataques contra los edificios sostenidos por los anarquistas. En términos generales, el PC y el Estado retenían el centro de la ciudad, mientras la CNT y el POUM retenían los distritos obreros. El status quo terminó ganando por medios políticos. Las masas depositaron su confianza en las dos organizaciones bajo ataque, mientras éstas, temerosas de enajenar al Estado, consiguieron que la gente regresara al trabajo (aunque no sin dificultad) y así [el POUM y la CNT] minaron la única fuerza capaz de salvarlas políticamente y ... "físicamente". Tan pronto como la huelga se dio por finalizada, sabiendo que de aquí en adelante controlaba la situación, el gobierno hizo entrar a 6.000 Guardias de Asalto, la élite de la policía. Al aceptar la mediación de las “organizaciones representativas” y los consejos de moderación por parte del POUM y la CNT, el mismo pueblo que había derrotado a los militares fascistas en julio de 1936 se rindio sin lucha a la policía republicana en mayo de 1937.

En aquel punto, la represión podía comenzar. Sólo unas semanas fueron necesarias para proscribir al POUM, detener a sus líderes, asesinarlos legalmente o por otros medios, y desaparecer a Nin. Se establecio una policía paralela en locales secretos, organizados por el NKVD y el aparato secreto de la Internacional Comunista, que sólo respondía a Moscú. De aquel punto en adelante, cualquiera que mostrara la más leve oposición al Estado republicano y su aliado principal, la URSS, sería denunciado y perseguido como "fascista", y por todo el mundo un ejército de almas bien intencionadas repetiría la difamación, unos por ignorancia, otros por en función de sus intereses, pero cada uno de ellos convencidos de que ninguna denuncia era demasiado excesiva cuando el fascismo estaba en marcha. La furia desencadenada contra el POUM no fue ninguna aberración. Al oponerse a los procesos de Moscú, el POUM se condenó a ser destruido por un estalinismo enzarzado en una despiadada lucha mundial contra sus rivales por el control de las masas. En esa época, la mayoría de los partidos, los comentaristas y hasta la Liga para los Derechos del Hombre salieron a endorsar la culpa del acusado. Sesenta años más tarde, la ideología dominante denuncia estos procesos y los ve como un signo de la obsesión del Kremlin por el poder. ¡Como si los delitos estalinistas no tuvieran nada que ver con el antifascismo! La lógica antifascista siempre se alineará con las fuerzas más moderadas y siempre luchará contra las más radicales.

A un nivel puramente político, mayo de 1937 dio lugar a lo que, unos meses antes, habría sido impensable: un socialista aún más a la derecha que Caballero, Negrín, encabezando un gobierno con una política fuerte en cuando al orden público, incluyendo la represión contra los obreros. Orwell - quién casi perdió su vida en estos acontecimientos - comprendió que la guerra "por la democracia" obviamente había terminado. Lo que quedaba era una confrontación entre dos fascismos, con la diferencia de que uno era menos inhumano que su rival. Sin embargo, Orwell se aferró a la necesidad de evitar "un fascismo más desnudo y desarrollado como el de Franco y Hitler"11. De aquel punto en adelante, el único asunto era luchar por un fascismo menos malo que el contrario...

La Guerra Devora a la Revolución12

El poder viene menos del barril de un arma que de una urna. Ninguna revolución es pacífica, pero la dimensión militar no es la central. La pregunta no es si los proles finalmente deciden irrumpir en las armerías, sino si revelan lo que son: seres mercantilizados que ya no pueden y ya no quieren existir como mercancías, y cuya rebelión hace explotar la lógica de capitalismo. Las barricadas y las ametralladoras fluyen de este "arma". Cuanto más vital sea el reino social, más disminuirá el uso de armas y el número de bajas. Una revolución comunista jamás se parecerá a una matanza: no por cualquier principio no violento, sino porque será una revolución más por subvertir que por destruir al ejército profesional. Imaginarse un frente proletario contra un frente burgués es concebir al proletariado en términos burgueses, sobre el modelo de una revolución política o una guerra (tomar el poder de alguien, ocupar su territorio). De esta manera, uno reintroduce todo lo que el movimiento insurreccional había sobrepasado: la jerarquía, el respeto por los especialistas, por el conocimiento “del que sabe”, y por las técnicas para solucionar los problemas, en resumen por todo lo que disminuye al hombre común. Al servicio del Estado, el “miliciano” obrero invariablemente evoluciona en un “soldado”. En España, desde el otoño del 1936 en adelante, la revolución se disolvió en el esfuerzo de guerra, y en una especie de combate típico de los Estados: la guerra de frentes.

Encuadrados en "columnas", los obreros dejaron Barcelona para derrotar a los fascistas en otras ciudades, empezando por Zaragoza. Llevar la revolución más allá de las áreas de control republicano, sin embargo, significaba completar la revolución en las áreas republicanas también. Pero incluso Durruti no pareció comprender que el Estado todavía se encontraba intacto por todas partes. Con el avance de la columna de Durruti (el 70 % de cuyos miembros eran anarquistas), se extendieron las colectivizaciones: las milicias ayudaron a los campesinos y difundieron las ideas revolucionarias. Sin embargo Durruti declaró, "sólo tenemos un objetivo: aplastar a los fascistas". Por más que él reiterara que "estas milicias nunca defenderán a la burguesía", tampoco la atacaron. Dos semanas antes de su muerte (el 21 de noviembre de 1936), declaró: "tenemos sólo un pensamiento y un objetivo (...): aplastar al fascismo (...) Por el momento, nadie debería pensar en aumentos de salario o acortar la semana de trabajo... debemos sacrificarnos y trabajar tanto como sea necesario (...) debemos tener la solidez del granito. El momento ha llegado de exigir a los sindicatos y a las organizaciones políticas a terminar con sus altercados de una vez y para siempre. En la retaguardia, lo que necesitamos es administración (...) Después de esta guerra, no debemos, por nuestra incompetencia, provocar otra guerra civil entre nosotros (...) Contra la tiranía fascista, deberíamos ser uno; sólo debería existir una organización, con sólo una disciplina."

Durruti y sus compañeros encarnaron una energía que no había esperado a 1936 para asaltar al mundo existente. Pero toda la voluntad combativa del mundo no es suficiente cuando los obreros apuntan todos sus golpes hacia una forma particular del Estado, y no hacia el Estado como tal. A mediados de 1936, aceptar una guerra de frentes significó dejar las armas sociales y políticas en las manos de la burguesía en la retaguardia, y aun más significó privar a la misma acción militar del vigor inicial que extrajo de otro terreno, el único donde el proletariado tiene la ventaja.

En el verano de 1936, lejos de tener una superioridad militar decisiva, los nacionalistas no retuvieron ninguna de las ciudades principales. Su fuerza principal estaba en la Legión Extranjera y en los “moros” reclutados en Marruecos, que había estado bajo un protectorado español desde 1912 pero que se había rebelado hace mucho contra los sueños coloniales tanto de España como de Francia. El ejército real español había sufrido una gran derrota allí en 1921, en gran parte debido a la deserción de las tropas marroquíes. A pesar de la colaboración franco-española, la guerra Rif (en la que un general llamado Franco se había distinguido) sólo finalizó cuando Abd el-Krim se rindió en 1926. Diez años más tarde, el anuncio de la independencia inmediata e incondicional para el Marruecos español, como mínimo, había creado intranquilidad en el seno de las tropas de choque de la reacción. Obviamente, la República dio un trato indiferente a esta solución, bajo una presión combinada de los sectores conservadores y de las democracias de Inglaterra y Francia, que tenían poco entusiasmo por la posible desintegración de sus propios Imperios. Al mismo tiempo, además, el Frente Popular francés no sólo rechazó conceder cualquier reforma digna del nombre a sus súbditos coloniales, sino que disolvió el Etoile Nord-Africaine, un movimiento proletario en Argelia.

Cualquiera sabe que la política de “no intervención” en España fue una farsa. Una semana después del golpe de Estado, Londres anunció su oposición a cualquier envío de armas para el gobierno español legal, y su neutralidad en caso de que Francia fuera arrastrada al conflicto. De esta manera, la Inglaterra democrática puso a la república y al fascismo en el mismo nivel. Como resultado, la Francia de Blum y Thorez envio algunos aviones, mientras Alemania e Italia enviaron ejércitos enteros y aprovisionados. En cuanto a las Brigadas Internacionales, controladas por la Unión Soviética y los Partidos Comunistas, su valor militar costó un caro precio, a saber la eliminación de cualquier oposición al estalinismo en las filas obreras. Fue a principios de 1937, después del primer embarque de armas ruso, que Cataluña quitó a Nin de su puesto como consejero del Ministerio de Justicia.

En pocas ocasiones la concepción estrecha de la historia como una lista de batallas y estrategias ha sido más inepta para explicar el curso de una guerra directamente “social”, que obtuvo su forma por la dinámica interna del antifascismo. El empuje [elan] revolucionario superó al principio el empuje de los nacionalistas. Entonces los obreros aceptaron la legalidad; el conflicto fue conducido a un punto muerto, y luego institucionalizado. A partir de finales de 1936 en adelante, las columnas milicianas quedaron atascadas en el sitio a Zaragoza. El Estado sólo armó a las unidades militares en las que confiaba, es decir aquellas que no confiscaran la propiedad. A principios de 1937, en las mal equipadas milicias del POUM que luchaban contra los franquistas con armas antiguas, un revólver era considerado un lujo. En las ciudades, los milicianos se codeaban con soldados regulares perfectamente equipados. Los frentes se atascaron, como los proletarios de Barcelona contra la policía. El último estallido de energía fue la victoria republicana en Madrid. Poco después, el gobierno ordenó a los particulares que cedieran sus armas. El decreto tuvo escaso efecto en lo inmediato, pero demostró la voluntad descarada de desarmar a la gente. La desilusión y las sospechas minaron la moral. La guerra estaba cada vez más en las manos de los especialistas. Finalmente, la República perdió cada vez más terreno a medida que todo el contenido social y las apariencias revolucionarias se desvanecieron en el campo antifascista.

Reducir la revolución a la guerra simplifica y falsifica la cuestión social dentro de la alternativa de ganar o perder, y en ser "el más fuerte". Se vuelve, entonces, una cuestión de tener soldados disciplinados, una logística superior, oficiales competentes y el apoyo de aliados cuya propia naturaleza política es escrutada lo mínimo posible. Curiosamente, esto significa alejar el conflicto de la vida cotidiana. Es una cualidad peculiar de la guerra que, incluyendo a sus entusiastas, nadie quiere perder pero todos quieren que termine. En contraste con la revolución, excepto en caso de derrota, la guerra no cruza la puerta de mi casa. Transformada en un conflicto militar, la lucha contra Franco dejó de ser un compromiso personal, perdió su realidad inmediata, y se convirtió en una movilización desde arriba, como en cualquier otra situación de guerra. Luego de enero de 1937, los alistamientos voluntarios escasearon, y la guerra civil, en ambos campos, vino a depender principalmente del servicio militar obligatorio. Como resultado, un miliciano de julio de 1936 que abandonara su columna un año más tarde, repugnado con la política republicana, ¡podía ser detenido y fusilado por "desertor"!

En condiciones históricas diferentes, la evolución militar desde la insurrección a las milicias y luego a un ejército regular recuerda a la guerra de “guerrillas” antinapoleónica (el término fue tomado del español en esa época) descripta por Marx:

"Si uno compara los tres períodos de guerra de guerrillas con la historia política de España, se nota que representan los tres grados correspondientes a los cuales el gobierno contrarrevolucionario había reducido el espíritu del pueblo. Al principio, la población entera se levantó, entonces las bandas de guerrilleros sostuvieron una guerra de desgaste apoyados por provincias enteras; y finalmente, había bandas sin cohesión alguna, siempre al borde de convertirse en bandidos o disolverse en regimientos regulares."

Tanto para 1936 como para 1808, la evolución de la situación militar no puede ser explicada exclusivamente o inclusive principalmente por el arte de guerra, sino que fluye del balance de las fuerzas políticas y sociales y su modificación en una dirección antirevolucionaria. El compromiso evocado por Durruti, la necesidad de unidad a cualquier costo, sólo podía dar la victoria primero al Estado republicano (sobre el proletariado) y luego al Estado franquista (sobre la República).

Hubo un principio de revolución en España, pero se convirtió en su opuesto tan pronto como los proletarios, convencidos de tener el poder, confiaron en el Estado para luchar contra Franco. Sobre aquella base, la multiplicidad de iniciativas subversivas y medidas tomadas en la producción y en la vida diaria fueron condenadas por el simple y terrible hecho de que tuvieran lugar bajo la sombra de una estructura estatal absolutamente intacta, que inicialmente había sido puesta en suspenso, y luego revigorizada por las necesidades de la guerra contra Franco, una paradoja que permaneció oscura a los grupos más revolucionarios de entonces. A fin de ser consolidadas y ampliadas, las transformaciones sociales sin las cuales la revolución es una palabra vacía tuvieron que plantearse como antagonista a un Estado claramente designado como el adversario.

El problema fue que, después de julio de 1936, el poder dual existía sólo en apariencia. No sólo los instrumentos del poder proletario que surgieron de la insurrección, y aquellos que posteriormente supervisaron las socializaciones, toleraron al Estado, sino que acordaron con darle al Estado una primacía en la lucha anti-Franco, como si fuera tácticamente necesario pasar por el Estado a fin de derrotar a Franco. En términos de “realismo”, el recurrir, en nombre de la eficacia, a métodos militares tradicionales aceptados por la extrema izquierda (incluyendo al POUM y a la CNT), casi siempre demostró ser ineficaz. Sesenta años más tarde, la gente todavía deplora el hecho. Pero el Estado democrático está tan poco equipado para la lucha contra el fascismo como para detener su ascenso pacífico al poder. Los Estados normalmente aborrecen tratar con la guerra social, y normalmente temen antes que animan cualquier fraternización. Cuando en Guadalajara los antifascistas se presentaron a sí mismos como obreros ante los soldados italianos enviados por Mussolini, un grupo de italianos desertó. Pero tal episodio permaneció siendo una excepción.

Desde la batalla por Madrid (marzo de 1937) a la caída final de Cataluña (febrero de 1939), el cadáver de la revolución abortada se descompuso en el campo de batalla. Uno puede hablar de la guerra en España, no de la revolución. Esta guerra terminó teniendo como su primera función la resolución de un problema capitalista: la constitución en España de un Estado legítimo que tuviera éxito en desarrollar su capital nacional mientras mantenía bajo control a las masas populares. En febrero de 1939, el surrealista y (entonces) troskista Benjamin Peret analizó la consumación de la derrota como sigue:

"La clase obrera (...), habiendo perdido de vista sus propias metas, ya no ve ninguna razón urgente para morir defendiendo al clan democrático burgués contra el clan fascista, es decir, en último análisis, por la defensa del capital anglo-francés contra el imperialismo ítalo-alemán. La guerra civil se vuelve cada vez más una guerra imperialista." (Clé, 2do número)

El mismo año, Bruno Rizzi hizo un comentario similar en su ensayo sobre el “colectivismo burocrático” de la URSS:

“Las viejas democracias juegan a la política antifascista de no despertar al perro. Los proletarios deben ser calmados (…) todo el tiempo las viejas democracias alimentan a la clase obrera de antifascismo. (…) España se ha convertido en una carnicería de proletarios de todas las nacionalidades, con el propósito de calmar a los indomables obreros revolucionarios, y para vender los productos de la industria pesada.”

Los dos campos innegablemente tenían composiciones sociológicas bastante diferentes. Si la burguesía estaba presente en ambos lados, la mayoría inmensa de los obreros y los campesinos pobres apoyaba a la República, mientras que los estratos arcaicos y reaccionarios (terratenientes, pequeños propietarios, el clero) se alineaban detrás de Franco. Esta polarización de clase dio un aura progresiva al Estado republicano, pero no reveló el sentido histórico del conflicto, igual que el porcentaje de miembros obreros de los partidos socialistas y estalinistas no hace lo propio sobre la naturaleza de estos partidos. Tales hechos son verdaderos, pero secundarios en cuanto a la función social de estos partidos: de hecho, fue por estar compuestos por las capas populares que pudieron controlar y oponerse a los levantamientos proletarios. De la misma manera, el ejército republicano tenía un gran número de obreros, ¿pero para qué, con quien y bajo las órdenes de quién luchaban? Hacer la pregunta es responderla, a menos que uno considere posible luchar contra la burguesía en una alianza con la burguesía.

"La guerra civil es la expresión suprema de la lucha de clases", escribio Trotsky en Su moral y la nuestra (1938). Cierto… mientras se añada que, de las llamadas “Guerras de la Religión” a las convulsiones irlandesas o libanesas de nuestra época, la guerra civil es también, y de hecho más a menudo, la forma de una lucha social imposible o fallida: cuando las contradicciones de clase no pueden afirmarse como tales, hacen erupción como bloques ideológicos o étnicos, retrasando aun más cualquier emancipación humana.

Anarquistas en el Gobierno

La socialdemocracia no “capituló” en agosto de 1914, como un boxeador que tira la toalla: siguió la trayectoria normal de un poderoso movimiento que era internacionalista en la retórica y que, en realidad, se había hecho profundamente nacional mucho antes. El SPD puede haber sido la principal fuerza electoral en Alemania en 1912, pero era poderoso sólo para la reforma, dentro del marco del capitalismo y según sus leyes, que incluyeron, por ejemplo, la aceptación del colonialismo, y también de la guerra cuando la última se convirtió en la única solución a las contradicciones sociales y políticas.

Del mismo modo, la integración del anarquismo español en el Estado en 1936 es sólo sorprendente para quien olvida su naturaleza: la CNT era un sindicato, un sindicato original indudablemente, pero un sindicato al fin, y no hay tal cosa como un sindicato antisindicato. La función define al órgano. Cualesquiera que fueran sus ideales originales, todo organismo permanente de defensa de los obreros asalariados como tales se convierte en un mediador, y luego en un conciliador. Incluso cuando está en las manos de radicales, incluso cuando es reprimido, la institución está condenada a escapar del control de la base y a hacerse un instrumento de moderación. Aunque fuera un sindicato anarquista, la CNT era un sindicato antes que anarquista. Un mundo separaba al militante de base del líder sentado en la mesa de los jefes, pero la CNT como aparato era poco diferente de la UGT. Ambas trabajaron para modernizar y manejar racionalmente la economía: en pocas palabras, para socializar el capitalismo. Un mismo hilo conecta el voto socialista para los créditos de guerra en agosto de 1914 con la participación en el gobierno de los líderes anarquistas, primero en Cataluña (septiembre de 1936) y luego en la República (noviembre de 1936). Tan pronto como en 1914, Malatesta había denominado a aquellos de sus compañeros (incluso a Kropotkin) que habían aceptado la defensa nacional como "anarquistas de gobierno".

La CNT hacía tiempo que era a la vez institucionalizada y rebelde. La contradicción finalizó en las elecciones generales de 1931, cuando la CNT abandonó su postura antiparlamentaria, pidiendo a las masas que votaran a candidatos republicanos. La organización anarquista se estaba transformando en “un sindicato que aspiraba a la conquista del poder”, lo cual “llevaría inevitablemente a la dictadura sobre el proletariado”. (P.I.C., edición alemana, Diciembre de 1931)

De un compromiso al siguiente, la CNT terminaría renunciando al antiestatismo que había sido su razón de existencia, aun después de que la República y su aliado o amo ruso habían mostrado sus verdaderas caras en mayo de 1937, sin mencionar todo lo que siguió, en las cárceles y los sótanos secretos. Como el POUM, la CNT era eficaz en desarmar a los proletarios, llamándolos a abandonar su lucha contra la policía oficial y estalinista que quería liquidarlos. Como dijo el GIK,

“(…) la CNT se encuentra entre los máximos responsables del aplastamiento de la insurrección. Desmoralizó al proletariado cuando éste se estaba movilizando contra los reaccionarios demócratas.” (Räte-Korrespondenz, Junio de 1937)

Algunos radicales tuvieron la sorpresa amarga de estar encerrados en una prisión administrada por un viejo camarada anarquista, despojado de cualquier verdadero poder sobre lo que sucedía en su cárcel. Añadiendo el insulto a la injuria, una delegación de la CNT que había ido a la Unión Soviética a solicitar ayuda material ni siquiera mencionó el asunto de los procesos de Moscú.

¡Todo por la lucha antifascista!

¡Todo por armas y cañones!

Pero aún así, podrían oponer algunas personas, los anarquistas por su misma naturaleza están vacunados contra el virus estatista. ¿O acaso el anarquismo no es el archienemigo del Estado…?

Algunos marxistas pueden recitar páginas enteras de La guerra civil en Francia sobre la destrucción de la máquina estatal, y citar el pasaje de El Estado y la revolución donde Lenin dice que un día la sociedad será administrada por cocineros en vez de por políticos. Pero estos mismos marxistas pueden practicar la idolatría estatal más servil, una vez que contemplan al Estado como agente del progreso o de la necesidad histórica. Como ellos ven el futuro como una socialización capitalista sin capitalistas, como un mundo todavía basado en el trabajo asalariado pero igualitario, democratizado y planificado, todo los prepara para aceptar un Estado (de transición, seguramente) y marcharse a la guerra por un Estado capitalista que ven como mal, contra otro que ven como peor.

El anarquismo sobreestima el poder del Estado ya que ve a la autoridad como el enemigo principal, pero al mismo tiempo subestima la fuerza de inercia del Estado.

El Estado no es el creador sino el garante de las relaciones sociales. Representa y unifica al capital, pero no es ni el motor del capital, ni su constituyente principal. Del hecho indiscutible de que las masas estaban armadas después de julio de 1936, el anarquismo dedujo que el Estado perdía su sustancia. Pero la sustancia del Estado no reside en sus formas institucionales, sino en su función de unificación. El Estado asegura el vínculo que los seres humanos no pueden o no se atreven a crear entre sí, y crea una red de servicios tanto parasitarios como verdaderos.

En el verano de 1936, el aparato del Estado pudo haber parecido un escombro en la España republicana, porque sólo subsistió como un marco capaz de recoger los pedazos de la sociedad capitalista y recomponerla algún día. Mientras tanto, continuo existiendo, en hibernación social. Fue cuando las relaciones sociales abiertas por la subversión fueron debilitadas o destrozadas que recobró sus fuerzas. Reanimó sus órganos, y, cuando se dio la ocasión, asumio el control de aquellos cuerpos que la subversión había dado a luz. Lo que había sido visto como una caparazón hueca demostró ser capaz no sólo de revivir, sino de vaciar de contenido las formas paralelas de poder en las cuales la revolución había pensado que estaba mejor encarnada.

La justificación última de la CNT sobre su papel se basa en la idea de que el gobierno legal ya no tenía realmente el poder, porque el movimiento obrero había asumido el poder de facto.

“De siempre, por principios y convicción, la CNT ha sido antiestatal y enemiga de toda forma de gobierno. Pero las circunstancias, superiores casi siempre a la voluntad humana, aunque determinadas por ella, han desfigurado la naturaleza del gobierno y del Estado español. El gobierno en la hora actual, como instrumento regulador de los órganos del Estado, ha dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado no representa ya el organismo que separa la sociedad en clases. Y ambos dejarán aún más de oprimir al pueblo con la intervención en ellos de la CNT." (Solidaridad Obrera, noviembre de 1936)

No menos que el marxismo, el anarquismo fetichiza el Estado y lo imagina como encarnado en un determinado lugar. Blanqui había lanzado ya su pequeño ejército en ataques contra los ayuntamientos o cuarteles, pero por lo menos él nunca reclamó basar sus acciones en el movimiento proletario, sólo en una minoría que despertaría al pueblo. Un siglo más tarde, la CNT declaró que el Estado español era un fantasma en relación a la realidad tangible de las “organizaciones sociales” (es decir milicias, sindicatos). Pero la existencia del Estado, su razón de existir, es cubrir los defectos de la sociedad “civil” mediante un sistema de relaciones, de eslabones, de concentración de fuerza, una red administrativa, policial, judicial, y militar que permanece "en suspenso", reservada para tiempos de crisis, esperando el momento en que los investigadores de la policía puedan ir a olisquear en las filas del obrero social. La revolución no tiene ninguna Bastilla, comisaría o mansión del gobernador por "tomar"; su tarea es hacer inofensivo o destruir todo aquello de lo que tales sitios consiguen su sustancia.

Ascenso y caída de las colectivizaciones

La profundidad y la extensión de las socializaciones industriales y agrarias posteriores a julio de 1936 no fue ningún imprevisto histórico. Marx ta había notado la tradición española de la autonomía popular, y la distancia entre el pueblo y el Estado que se hizo manifiesta con la guerra antinapoleónica, y luego con las revoluciones del siglo XIX, que renovaron la resistencia comunal histórica hacia el poder de la dinastía. La monarquía absoluta, observó, no reorganizó varios estratos sociales para forjar un Estado moderno, más bien dejó intactas a las fuerzas vivas del país. Napoleón podía ver a España como un “cadáver”, "pero si el Estado español estaba efectivamente muerto, la sociedad española estaba llena de vida" y “lo que llamamos el Estado en el sentido moderno de la palabra sólo se encuentra materializado, en realidad, en el ejército, de acuerdo con la vida ‘exclusivamente provincial’ del pueblo".

En la España de 1936, la revolución burguesa ya había sido hecha, y era en vano soñar con escenarios como 1917, por no mencionar 1848 o 1789. Pero si la burguesía dominaba políticamente, y el capital dominaba económicamente, estaban muy lejos de lograr la creación de un mercado interno unificado y de un aparato estatal moderno, la subyugación de la sociedad en su conjunto, y la dominación de la vida local y sus particularismos. Para Marx, en 1854, un gobierno "despótico" coexistió con una desunión que se extendió al punto de la existencia de diferentes monedas y diferentes sistemas de impuestos: sus observaciones todavía tenían alguna validez 80 años más tarde. El Estado era incapaz de estimular a la industria o de realizar la reforma agraria; no podía extraer de la agricultura las ganancias necesarias para la acumulación de capital, ni unificar las provincias, menos aun contener a los proletarios de las ciudades y el campo.

Fue así casi naturalmente que la convulsión de julio de 1936 dio lugar, en los márgenes del poder político, a un movimiento social cuyas realizaciones con potencial comunista fueron reabsorbidas por un Estado al que se le permitio permanecer intacto. Los primeros meses de una revolución ya en baja, pero cuyo grado de extensión todavía ocultaba su fracaso, se parecio a un proceso de diseminación: cada región, comuna, empresa, colectividad y municipio escaparon del control de las autoridades centrales sin atacarlas, y se pusieron a vivir de manera diferente. El anarquismo, y aun el regionalismo del POUM, expresan esta originalidad española, que es incorrectamente comprendida si uno ve sólo el lado negativo de este desarrollo “tardío” del capitalismo. Incluso el reflujo de 1937 no erradicó el impulso de cientos de miles de obreros y campesinos que tomaron la tierra, las fábricas, los vecindarios, los pueblos, confiscando la propiedad y socializando la producción con una autonomía y una solidaridad en la vida diaria que impactó tanto a observadores como a participantes13. El comunismo es también la reapropiación de las condiciones de existencia.

Triste es decir que, a la vez que estos actos y hechos innumerables, a veces extendiéndose por varios años, atestiguan (como hacen, a su propio modo, las experiencias rusa y alemana) a un movimiento comunista que reconstruye a toda la sociedad, y a sus formidables capacidades subversivas cuando surge a gran escala, es igualmente verdadero que su destino fue sellado a partir del verano de 1936. La Guerra Civil Española demostró el vigor revolucionario de los lazos y las formas comunitarias que han sido penetradas por el capital, pero que no son todavía reproducidas diariamente por el capital, y también demostró su impotencia, por sí mismas, en lograr una revolución. La ausencia de un asalto contra el Estado condenó el establecimiento de relaciones diferentes a una autogestión fragmentaria que conservaba el contenido y a menudo las formas de capitalismo, especialmente el dinero y la división de actividades por empresa particular. Cualquier persistencia del trabajo asalariado perpetúa la jerarquía de funciones e ingresos.

Las medidas comunistas podrían haber minado las bases sociales de los dos Estados (republicano y nacionalista), aunque sea resolviendo la cuestión agraria: en los años treinta, más de la mitad de la población estaba desnutrida. Una fuerza subversiva hizo erupción, poniendo al frente a los estratos más oprimidos, aquellos más lejanos de la " vida política" (por ejemplo las mujeres), pero esto no llega hasta el fondo ni erradica la raíz del sistema y sus ramificaciones.

En ese entonces, el movimiento obrero en los principales países industriales correspondió a aquellas regiones del mundo que habían sido socializadas mediante una dominación total del capital sobre la sociedad, donde el comunismo estaba más cercano a consecuencia de esta socialización, y a la vez más lejos debido a la disolución de todas las relaciones en la forma mercancía. El nuevo mundo, en estos países, era comúnmente concebido como un mundo obrero, incluso como un mundo industrial.

El proletariado español, por el contrario, siguió siendo esculpido por una penetración capitalista de la sociedad que era más cuantitativa que cualitativa. De esta realidad extrajo tanto su fuerza como su debilidad, como atestigua la tradición y las demandas de autonomía representada por el anarquismo.

"En los últimos cien años, no hubo un solo levantamiento en Andalucía que no haya resultado en la creación de comunas, el compartimiento de la tierra, la abolición del dinero y una declaración de independencia (...) el anarquismo de los obreros no es muy diferente. Ellos también exigen, en primer lugar, la posibilidad de manejar ellos mismos su comunidad industrial o su sindicato, y luego la reducción de las horas de trabajo y del esfuerzo requerido de cada uno (...)”14

Una de las principales debilidades fue la actitud hacia el dinero. La “desaparición del dinero” es significativa sólo si implica más que el reemplazo de un instrumento para medir el valor por otro (cupones de trabajo, por ejemplo). Como la mayoría de los grupos radicales, se llamen marxistas o anarquistas, los proletarios españoles no vieron el dinero como la expresión y la abstracción de las relaciones reales, sino como un instrumento de medición, un dispositivo de contabilidad, y de esta manera redujeron el socialismo a una gestión diferente de las mismas categorías y componentes fundamentales del capitalismo.

El fracaso de las medidas tomadas contra las relaciones mercantiles no se debio al poder de la UGT (que se oponía a las colectivizaciones) sobre los bancos. El cierre de los bancos privados y del banco central termina con las relaciones mercantiles sólo si la producción y la vida son organizadas de una manera ya no mediada por la mercancía, y si tal producción y vida comunal llegan gradualmente a dominar la totalidad de las relaciones sociales. El dinero no es el “mal” a ser eliminado de una producción "buena", sino la manifestación (que hoy se torna cada vez más inmaterial) del carácter mercantil de todos los aspectos de la vida. No puede ser destruido mediante la eliminación de signos, sino sólo cuando el intercambio desaparece como relación social.

De hecho, sólo las colectividades agrarias lograron funcionar sin dinero, y a menudo lo hacían con la ayuda de monedas locales, con cupones que a menudo se usaban como "dinero interno". A veces el dinero era entregado a las colectividades. A veces a los obreros se les entregaban cupones de acuerdo al tamaño de sus familias, y no al trabajo realizado (“a cada cual según sus necesidades”). A veces el dinero no jugaba ningún rol: los bienes eran compartidos. Prevalecía un espíritu igualitario, así como una actitud de rechazo hacia el “lujo”15. De todas maneras, al ser incapaz de extender la producción no-mercantil más allá de las distintas zonas autónomas, sin un alcance para la acción global, los soviets, las colectividades y los pueblos liberados se transformaron en comunidades precarias, y tarde o temprano fueron o destruidos desde adentro o violentamente suprimidos por los fascistas. En Aragón, la columna del estalinista Lister hizo de esto su especialidad. Entrando en el pueblo de Calanda, su primer acto fue escribir en una pared: "las colectivizaciones son robo".

¿Colectivizar o Comunizar?

Desde los tiempos de la Primera Internacional, el anarquismo ha contrapuesto la apropiación colectiva de los medios de producción a la estatización socialdemócrata. Ambas visiones, sin embargo, comparten el mismo punto de partida: la necesidad de una gestión colectiva. Pero el problema es: ¿gestión de qué? Por supuesto, lo que la socialdemocracia llevaba a cabo desde arriba, y burocráticamente, los proletarios españoles lo practicaron desde la base, armados, con cada individuo responsable ante los demás, y de esta manera quitando la tierra y las fábricas de las manos de una minoría especializada en la organización y la explotación de otros. En resumen, lo opuesto a la co-gestión de la Junta de Carbón por parte de los sindicalistas socialistas o estalinistas. Sin embargo, el hecho de que una colectividad, en vez del Estado o una burocracia, tome la producción de su vida material en sus propias manos no suprime, por sí mismo, el carácter capitalista de aquella vida.

El trabajo asalariado significa el pasaje de una actividad, independientemente de la que sea, arar un campo o imprimir un periódico, por la forma del dinero. Este dinero, mientras hace posible a la actividad, también es expandido por ella. Igualar los salarios, decidir todo colectivamente, y sustituir el dinero por cupones nunca fue suficiente para erradicar el trabajo asalariado. Lo que está unido por el dinero no puede ser libre, y tarde o temprano el dinero se convierte en su amo.

La sustitución de la asociación por la competencia en una base local fue una receta garantizada para el desastre. Porque, si bien la colectividad abole realmente la propiedad privada dentro de sí misma, también se establece como una entidad distinta y como un elemento particular en la economía global, y por lo tanto como una colectividad privada, obligada a comprar y vender, a comerciar con el mundo exterior, convirtiéndose de esta manera en una empresa que, guste o no, tiene que jugar su rol en la competencia regional, nacional y mundial, o desaparecer.

Uno sólo puede alegrarse de que una parte de España haya implosionado: lo que la opinión dominante llama "anarquía" es la condición necesaria para la revolución, como escribió Marx en su propio tiempo. Pero estos movimientos hicieron su impacto subversivo sobre la base de una fuerza centrífuga. Los rejuvenecidos lazos comunitarios también sirvieron para encerrar a cada uno en su pueblo y su barrio, como si el punto fuera descubrir un mundo perdido y una humanidad degradada, contraponer el barrio obrero a la metrópoli, la comuna autogestionada a los vastos dominios capitalistas, el campo de la gente sencilla a la ciudad comercializada, en pocas palabras el pobre al rico, el pequeño al grande y lo local a lo internacional, olvidando que una cooperativa es a menudo el camino más largo al capitalismo.

No hay revolución sin la destrucción del Estado. ¿Pero cómo? Terminando con las bandas armadas, deshaciéndose de hábitos y estructuras estatales, estableciendo nuevas maneras de debatir y decidir – todas estas tareas son imposibles si no van de la mano con la comunización. No queremos el “poder”; queremos el poder de cambiar toda la vida. Como proceso histórico que se extiende por generaciones, ¿puede uno imaginar seguir pagando salarios para la comida y la vivienda todo ese tiempo? Si la revolución es supuesta como política antes que social, esto crearía un aparato cuya única función sería la lucha contra los partidarios del viejo mundo, es decir una función negativa de represión, un sistema de control que no descansaría en otro contenido que su "programa" y su voluntad para realizar el comunismo el día en que las condiciones finalmente lo permitan. Así es como una revolución se ideologiza a sí misma y legitima el nacimiento de un estrato especializado al que se le asigna la supervisión de la maduración y la expectativa del siempre radiante pasado mañana. La misma esencia de la política es la incapacidad y la falta de deseo para cambiar algo: reconcilia lo que es separado sin ir más lejos que eso. El poder está allí, gestiona, administra, supervisa, adormece, reprime: es.

La dominación política (en la cual una escuela entera de pensamiento ve el problema NÚMERO UNO) fluye de la incapacidad de los seres humanos para hacerse cargo de ellos mismos, y de organizar sus vidas y su actividad. Esta dominación persiste sólo a través del desposeimiento radical que caracteriza al proletario. Cuando cada uno participa en la producción de su existencia, la capacidad para la presión y la opresión ahora en las manos del Estado dejará de ser operativa. Es porque la sociedad del trabajo asalariado nos priva de nuestros medios de vida, de producción y de comunicación, faltando muy poco para la invasión del -alguna vez- espacio privado y de nuestras vidas emocionales, que el Estado es todopoderoso. La mejor garantía contra la reaparición de una nueva estructura de poder sobre nosotros es la apropiación más profunda posible de las condiciones de existencia, en cada nivel. Por ejemplo, aun si no queremos a cada uno generando su propia electricidad en sus sótanos, la dominación del Leviathan también viene del hecho de que la energía (un término significativo, pues ‘power’ en inglés también significa poder) nos hace dependientes de complejos industriales que, nucleares o no, inevitablemente permanecen externos a nosotros y fuera de cualquier control.

Concebir la destrucción del Estado como una lucha contra la policía y las fuerzas armadas es confundir la parte con el todo. El comunismo es primero que nada actividad. Un modo de vida en el cual los hombres y las mujeres producen su existencia social paraliza o reabsorbe el surgimiento de poderes separados.

La alternativa planteada por Bordiga: “¿Debemos tomar la fábrica o debemos tomar el poder?” (Il Soviet, 20 de Febrero de 1920) puede y debe ser superada. No decimos: no importa quien gestione la producción, sea un comité ejecutivo o un consejo, porque lo que cuenta es tener la producción sin valor. Decimos: mientras la producción de valor continúe, mientras esté separada del resto de la vida, mientras la humanidad no produzca colectivamente sus maneras y sus medios de existencia, mientras haya una “economía”, cualquier consejo está condenado a perder su poder en las manos de un comité ejecutivo. Aquí es donde nos diferenciamos tanto de “consejistas” como de “bordiguistas”, y el por qué los primeros nos llaman bordiguistas y los segundos, consejistas.

¿Abandonando el siglo veinte?

El fracaso español de 1936-37 es simétrico al fracaso ruso de 1917-21. Los obreros rusos fueron capaces de tomar el poder, pero no de usarlo en pos de una transformación comunista. El atraso, la ruina económica y el aislamiento internacional por sí solos no explican la involución. La perspectiva dispuesta por Marx, y quizás aplicable de un modo diferente después de 1917, de un renacimiento bajo una nueva forma de las estructuras agrarias comunales, era en ese entonces impensable. Dejando de lado el elogio de Lenin al taylorismo, y la justificación de Trotsky del trabajo militarizado, para casi todos los bolcheviques y la mayoría aplastante de la Tercera Internacional, incluso la izquierda comunista, el socialismo significaba una socialización capitalista MÁS soviets, y la agricultura del futuro era concebida como grandes latifundios gestionados democráticamente. (La diferencia - ¡y una diferencia fundamental! - entre la izquierda comunista germano- holandesa y la Internacional Comunista era que la izquierda tomaba a los soviets y a la democracia obrera en serio, mientras que los comunistas rusos, como su práctica demostraba, veían en ellas nada más que fórmulas tácticas.)

Los bolcheviques son el mejor ejemplo de lo que le pasa a un poder que es sólo un poder, y que tiene que sostenerse sin cambiar demasiado las condiciones reales.

Lo que distingue a la reforma de la revolución no es que la revolución es violenta, sino que vincula insurrección con comunización. La guerra civil rusa fue ganada en 1919, pero selló el destino de la revolución, en la medida en que la victoria contra los blancos fue lograda sin comunizar la sociedad, y terminó en un nuevo poder estatal. En su texto de 1939 Fascismo pardo, fascismo rojo, Otto Rühle señaló como la Revolución Francesa había dado a luz a una estructura y estrategia militar adecuadas a su contenido social. Unificó a la burguesía con el pueblo, mientras la Revolución Rusa falló en crear un ejército basado en principios proletarios. El Ejército Rojo que Polonia derrotó en 1920 a duras penas conservaba alguna significancia revolucionaria. A mediados de 1918, Trotksy lo resumía en tres palabras: “trabajo, disciplina, orden”.

Muy lógicamente y, al menos en principio, con toda buena fe, el Estado soviético se perpetuó a sí mismo a cualquier costo, primero en la perspectiva de la revolución mundial, luego por sí mismo, siendo la prioridad absoluta preservar la unidad de una sociedad que se deshacía en sus costuras. Esto explica, por un lado, las concesiones a la pequeña propiedad campesina, seguida de requisiciones, ambas de las cuales causaron una consecuente revelación de cualquier vida comunal o producción. Esto explica, por otro lado, la represión contra los obreros y contra cualquier oposición dentro del partido.

En 1921, la rueda había girado del todo. La ola revolucionaria de 1917 surgida de motines y demandas democráticas básicas terminó igual que como empezó, - excepto que esta vez los proles estaban siendo reprimidos por un Estado “proletario”. Un poder que llega al punto de masacrar a los amotinados de Kronstadt en el nombre de un socialismo que no podía llevar a cabo, y que continúa justificando sus acciones con mentiras y calumnias, sólo demuestra que ya carece de cualquier carácter comunista. Lenin murió físicamente en 1924, pero el Lenin revolucionario había muerto como jefe de Estado en 1921, si no antes. Los bolcheviques no tenían ninguna opción más que convertirse en los gerentes del capitalismo.

Al mismo tiempo que la hipertrofia de una perspectiva política infernal se inclinó por eliminar los obstáculos que no podía subvertir, la Revolución de Octubre se disolvió en una guerra civil caníbal. Su destino fue el de un poder que, incapaz de transformar la sociedad, degeneró en una fuerza contrarrevolucionaria.

En la tragedia española, los proletarios, porque habían abandonado su propio terreno, terminaron prisioneros de un conflicto en el cual la burguesía y su Estado estaban presentes detrás de ambas trincheras. En 1936-37, los proletarios de España no luchaban sólo contra Franco, sino también contra los países fascistas, contra las democracias y la farsa de la “no intervención”, contra su propio Estado, contra la Unión Soviética, contra....

La izquierda comunista “italiana” y “germano-holandesa” (incluyendo a Mattick en los EEUU) estuvieron entre los muy pocos que definieron el periodo pos-1933 como profundamente antirevolucionario, mientras muchos grupos (los troskistas, por ejemplo) eran propensos a ver potenciales subversivos en Francia, en España, en EEUU, etc.

1936-37 cerró el momento histórico abierto por 1917. Desde entonces, el capital no aceptaría ninguna otra comunidad más que la suya, lo que significaba que ya no podía haber grupos proletarios radicales permanentes de cualquier tamaño significante. La caída del POUM fue equivalente al fin del viejo movimiento obrero.

En un futuro período revolucionario, los defensores más sutiles y más peligrosos del capitalismo no serán los que griten consignas pro-capitalistas y pro-estatistas, sino aquellos que han encontrado el punto posible de una ruptura total. Lejos de elogiar los comerciales televisivos y la sumisión social, ellos propondrán cambiar la vida ...pero, para tal efecto, llamarán primero a construir un verdadero poder democrático. Si tienen éxito en dominar la situación, la creación de esta nueva forma política consumirá las energías del pueblo, malgastará las aspiraciones radicales y, con los medios convirtiéndose en fin, convertirán otra vez la revolución en una ideología. Contra ellos, y por supuesto contra la reacción abiertamente capitalista, el único camino al éxito de los proletarios será la multiplicación de iniciativas comunistas concretas, que serán naturalmente a menudo denunciadas como antidemocráticas o incluso como... "fascistas". La lucha por establecer lugares y momentos para la deliberación y la decisión, haciendo posible la autonomía del movimiento, se demostrará inseparable de las medidas prácticas que apunten a cambiar la vida.

"(...) todas las anteriores revoluciones dejaban intacto el modo de actividad y sólo trataban de lograr otra distribución de ésta, una nueva distribución del trabajo entre otras personas, al paso que la revolución comunista va dirigida contra el modo de actividad que ha existido hasta ahora, elimina el trabajo y suprime la dominación de todas las clases suprimiendo a las clases mismas, ya que esta revolución es llevada a cabo por la clase a la que la sociedad no considera como tal, no reconoce como clase y que expresa ya de por sí la disolución de todas las clases, nacionalidades, etc., dentro de la misma sociedad (...) (Marx, la Ideología alemana, 1845-46)